Regards Croisés

Ce blog est un espace d'échange pour les 6 photographes (3 mexicains et 3 français) sélectionnés dans le cadre de l’échange culturel et artistique entre la région Bretagne et le Mexique BREIZH-MEX, pour réaliser une résidence de deux mois au cours de l’année 2010, respectivement en Bretagne pour les mexicains et au Mexique pour les français. Les photographes développeront un projet sur le thème de REGARDS CROISES. Ce programme de résidence sera suivi d’une exposition itinérante en France et au Mexique, et de l’édition des travaux du concours.


22 de octubre de 2010

Pasados y futuros remotos





Un viaje se extiende indefinidamente, no dura mucho ni poco. Algo sucede en el transcurso que no es posible aprehender. Es inasible. Viajar es vivir el vértigo de lo que podría suceder, de un gozo venidero, remoto, como el que transmite un objeto en el que el tiempo se ha acumulado hasta transformarlo en arte. Hay que buscar la exacta lentitud del viaje, la más imprevista. Para Robert Smithson, el presente del artista debía dirigirse a los sitios donde los futuros remotos se encuentran con los pasados remotos. Cálculos de tiempo o de luz no serían suficientes para llegar a esos encuentros. Porque el viaje es una corriente que no tiene principio ni final, que avanza con la misma intensidad de un papel de algodón que se arruga entre las manos o de la carrera de un niño que choca contra nosotros. Viajar es recibir un golpe de brisa, un sueste, como le llaman en el sureste de México. (También hay corrientes que pueden sentirse como un toque de medusa, hay que tener cuidado) Viajar es encontrarse en los límites de estas contenciones.




Por la mañana temprano, un camino se abre desde mi habitación, en el Hotel Vauban, hasta la esquina de los cigarrillos y el periódico, en las calles Colbert y Château. Un hombre de 93 años, médico conocido en Finistère, condujo su automóvil hasta caer al mar; se encuentra grave, en un hospital de Brest. Los seis brazos de Cocteau escriben, fuman, leen; él mira de frente y da la espalda al espectador. Los sindicatos franceses toman medidas extremas para presionar las reformas a las jubilaciones, bloqueos en refinerías y carreteras del país, vuelos cancelados en los aeropuertos, el servicio de la SNCF afectado, manifestaciones, un poco de caos… Las personas en los cafés fuman, conversan, hay una electricidad en el ambiente. Las cosas llegan y desaparecen sin detenerse…


El viaje puede ser solitario o no. Pero eso no importa mucho, encontrarnos y separarnos es lo normal. Muchas situaciones llegan y rompen los planes, las reservas previas. El mapa, los itinerarios, la mirada pueden ser aspectos significativos pero no son los encuentros. Un viaje sólo se convertirá en arte si otorga al tiempo del viajero, a su imprevisible paseo, la clave de su propio destino. Es intenso dejarse llevar por el movimiento y el transcurso de las situaciones afectivas: la aparición de los límites que abren el recorrido, que lo cambian de sitio y lo pierden en las profundidades. Es intenso también el regreso a la superficie, la suavidad de la siguiente vuelta, ese respiro donde se encuentran siempre maravillas. Viajar es un río de intensidades, encuentros, pérdidas. Su velocidad es muy parecida a la memoria.



19 de octubre de 2010

La Fromveur


Recorriendo la distancia entre las islas del archipiélago, llegamos a un punto en el que el trayecto comenzó a tornarse confuso. Quizá no sea ésta la palabra apropiada, pero algunas cosas no eran ya las mismas. No podría definir con claridad si avanzábamos o retrocedíamos. El barco se encontraba en una posición perpendicular a las islas y los vientos provenían de distintas direcciones. Fuertes ráfagas giraban en banda desde Porz Doun, en el extremo suroeste de la isla de Ouessant; vientos aún más veloces descendían desde el norte y se fugaban por la península de Cadoran. El lugar de choque de estas ráfagas se encontraba precisamente en la zona frente al barco, a unos cuantos kilómetros del Phare de Kéréon. Desde ese ángulo podían verse al menos tres o cuatro horizontes. La Yegua flotaba a lo lejos sobre brumas y mareas. Inexplicablemente, la isla en forma de cangrejo nos protegía. La embarcación parecía haberse detenido en medio de un extraño film con efectos especiales inauditos. Esa sensación se prolongó por algunos minutos. Mi momento presente resbaló sobre el mar, indiferente a la inmovilidad que me envolvía. Mi lógica también cayó al fondo de aquella corriente… (La Fromveur es una de las corrientes marinas más peligrosas y rápidas de la zona)





Ya sin movimiento, el tiempo inició un trayecto reversible en el que mis nociones visuales se alteraron. Aunque, en realidad, no había nada confuso ahí, los vientos soplaban desde el oeste y la tripulación se cubría del frío. Las olas chocaban contra el barco, como en una fotografía, bajo un cielo abierto y luminoso. La espuma del mar nos rebasaba, pasaba flotando sobre la cabina del barco, tan cercana a mi cabeza que podría haberla tocado con sólo levantar los hombros. Había un silencio sobre cubierta, un paréntesis extraño de viento y arrastre. Me di cuenta que el estruendo del mar dibujaba un perímetro alrededor del barco. A lo lejos, pequeñas superficies azules se frotaban lentamente contra los bordes de las islas. Me sentí perdido. Las tensiones de La Fromveur se habían volcado hacia mis tensiones interiores. Algún tiempo habrá pasado, no mucho. Pero momentos después, de imprevisto, el movimiento regresó como un vendaval y el cielo se abrió muy claramente. El vaivén del barco reinició, deslizándose de nuevo por el archipiélago. Fue un alivio recuperar aquellas mareas, las ráfagas, el mar sobre nosotros. Ese miedo…



15 de octubre de 2010

L’archipel





Han anunciado cambios en los horarios de los barcos. Las probabilidades de mal tiempo en el archipiélago de Ouessant son altas. Frente a la iglesia, en la pequeña isla de Molène, leí por la mañana: Samedi, risques de perturbations. Durante el día los vientos han soplado fuertemente, el mar crece y el oleaje aumenta. Entrar en estas aguas es peligroso, tendré que estar alerta por si hay modificaciones en los trayectos.

Molène es un pueblo de pequeñas casas, con tejados de barro y ventanas azules de madera. Hay un establecimiento para comprar alimentos y otro para los periódicos y el tabaco. El clima es bueno para caminar y los vientos permiten que el mal tiempo pase pronto. Después del mediodía, la marea bajó considerablemente y pude cruzar a pie hacia una isla que se encuentra frente al puerto. Casas abandonadas, juguetes y ollas sobre las camas, viejos muelles, senderos… Me dio la sensación de que la gente hubiera desaparecido momentos antes dejando solamente un extraño sitio arqueológico. Los pescadores aprovechan estos momentos para recolectar algas en carretillas y tractores, tienen pocas horas antes de que el mar regrese con más fuerza.





El barco atravesó la peligrosa corriente del estrecho de Fromveur, que separa a Molène de Ouessant, la isla más grande del archipiélago. Éste es un lugar de alto riesgo, zona de innumerables naufragios. Las islas del archipiélago tuvieron durante siglos una siniestra reputación entre los marinos. Más allá, hacia el océano, atraviesa una gran “autopista marítima” por la que pasan miles de buques y grandes barcos que navegan hacia el canal de La Mancha o hacia el Atlántico. Por ello, el mar de Iroise está dominado por una gran cantidad de faros: La Jument, Le Créac’h, Le Stiff, Nividic, Tévennec, La Vieille, Ar Men… Algunos de ellos, los que se encuentran en alta mar, clasificados por los fareros como Enfers; otros, simplemente como Purgatoires.

Llegar a Ouessant fue casi como despertar en otra era del tiempo, una era primitiva o del fin del mundo. Caminé hipnotizado entre costas de rocas afiladas, verdes campos y un mar implacable. Las noches en la isla transcurrieron bajo cielos despejados por el viento oceánico, que es un aullido por un cuello de botella. En la oscuridad, una inmensidad de estrellas se confunde con el resplandor de los faros. Después de dos días, me dolían los ojos de tanto ver paisajes visionarios, La Pointe de Créac’h, Penn Arlan, le Phare de Kéréon...

El trayecto por los ríos se dirige siempre hacia el mar, y eso es bastante significativo en La Bretaña. Mi viaje me llevó a estos sitios gigantes, que me permitieron, entre otras cosas, reencontrar lo que pensaba que había perdido. Finistère es un lugar que me ha dado mucho: admiración, dulzura, miedo… En verdad hay cosas que resultan difíciles de decir, me costará trabajo alejarme.



14 de octubre de 2010

T’es pas en sucre





A los niños en Finistère les enseñan a no temerle al clima, éste cambia de manera extrema en unos cuantos minutos, así que deben acostumbrarse a vivir así. Puedes caminar bajo este viento feroz, no hay problema. ¿Quieren salir bajo la lluvia? Podríamos dar un paseo bajo el aguacero. El agua del mar es muy fría pero puedes entrar, no te pasará nada. T’es pas en sucre!

Los paisajes rocosos de los Abers, en la costa norte de Finistère, son imponentes. Justo aquí se delimita el Atlántico del Canal de la Mancha. Una barrera de rocas protege al estuario de l’Aber Wrac’h del fuerte oleaje del océano mientras la potencia del mar se escucha a la distancia. El colosal Phare de l’île Vierge, de 82 metros de altura, se alza sobre las islas como un mástil de piedra en la nave del fin de la tierra. Los últimos guardianes del faro viven y trabajan en la isla. Jean-Philippe Rocher y Guy Cajean son los últimos fareros de Francia. El 29 de octubre del 2010 bajarán por última vez de la gran torre, saldrán de la isla y no serán relevados. A partir de esa fecha, el faro será automatizado.

No hay nada que dure para siempre. En unos cuantos minutos todo puede cambiar y el clima se transformará bruscamente. Son momentos extraños en los que el cielo se agita y comienza a soplar un viento helado; de pronto el paisaje es otro. La tarde se transforma en una cúpula oscura y densa, el sol se oculta y las nubes se cierran sobre el horizonte. La lluvia no tarda en caer. Pero todo esto no tiene mucha importancia en Finistère, el viaje continuará de cualquier forma. T’es pas en sucre…





12 de octubre de 2010

La casa de Manuel en Porspoder


Manuel es un nuevo gran amigo. A Manuel me lo presento una amiga de México. Me dijo: "Ah...yo conozco un chavo muy buena onda en Bretania, estuBo en mi casa un tiempo, deberías contactarlo". Como muchas veces pasa en este tipo de viajes por necesidad de conocer a alguien que pueda ser un poquitito mas cercano que todo lo nuevo y extraño, lo contacte y correspondió a la amabilidad sugerida por mi amiga Juliette. Desde el primer día de conocernos Manuel me abrió las puertas de su casa, el y su novia Camille se volvieron para mi grandes amigos y de alguna forma los mejores embajadores de estas tierras. No nos hemos visto muchas veces, cada quien esta con su trabajo y el tiempo pasa muy rápido en estos viajes, pero las pocos momentos que hemos compartido han sido maravillosos. Deliciosas cenas, mi primer contacto con la Isla de Ouessant y mis clases mas importante sobre muchos detalles simples y profundos sobre este lugar.
Su casa es una casa modesta pero muy bonita y llena de detalles. Se nota que la ido construyendo a su gusto. Tiene ese encanto del desorden de una casa en la que se siente vida y amistad.
Podría hacer todo un trabajo sobre este lugar. Viven dos pequeños corderos en su patio, un invernadero de tomates (siempre hay deliciosos tomates en el refri), una pequeña huerta, una bici colgada en un árbol, un cuarto con 6 camas para recibir a amigos, cañas de pescar, bicicletas, un pequeña cuarto lleno de vinos, un vidrio con un mensaje de amor pintado en aerosol, muchos libros, una llave escondida en un lugar secreto para entrar cuando yo lo necesite , un perfecto Menhir a la vuelta de su casa que se ve desde sus ventanas, unas vacas vecinas muy simpáticas y muchas cosas mas.
Podría hacer muchas fotos pero a veces es mejor solo mirar y recordar.
Estos kayaks fue lo primero que me llamo la atención desde la ventana de su cocina.
GRACIAS MANUEL!!!

11 de octubre de 2010

Tiempos detenidos





Mis demoras me llevaron a Le Café Colbert, un local de apuestas, mesa de billar y una gran barra donde se sirven cervezas y vinos. En el interior rojo hay viejas fotografías del puerto y grabados de navegación. Un escándalo comenzó en la barra, varios viejos discutían sobre política. Bromearon conmigo por mi cámara fotográfica. Me señalaban como el hombre de la prensa. ¡Hay que tener cuidado! –gritó uno de ellos. Bebían a carcajadas. Dos hombres al fondo observaban las carreras de caballos y jugaban con tarjetas en una máquina apostadora. Por la tarde me dirigí a la Academia de Billar de Brest. Varios hombres jugaban carambola, el billar francés; algunos de ellos eran retirados, otros habían sido campeones regionales. Numerosos diplomas colgaban sobre una mesa llena de tazas de café y botellas de vino tinto. El tiempo parecía haberse detenido décadas atrás.

Anocheció mientras regresaba de la plage du Moulin Blanc, donde están los grandes puentes sobre la desembocadura del río Elorn. Deambulé por el puerto comercial hacia los enormes muelles. Los barcos y veleros, la zona de restaurantes y paseos del puerto hablaban de nuevas historias. Les Rives de Penfeld es un ejemplo de este nuevo relato que comenzó a narrarse hace casi 70 años; las riberas del río, transitadas durante siglos, desde los romanos hasta nuestros días, siguen manteniendo su brillo. Con el tiempo y el pasar de los años, Brest ha llegado a ser la ciudad importante de Finistère. Seguirá representando un sitio estratégico y primordial; un lugar que traza, en el occidente de Francia, el dibujo de una fortaleza y la cruda belleza de un puerto renacido.




9 de octubre de 2010

Subsuelo





Hacia el oeste de Brest, al final del puerto militar, se levanta una imponente base de submarinos construida por los alemanes durante la ocupación. Más allá, los vientos del Atlántico y los faros funcionan como guías frente al mar, entre costas salpicadas de pequeñas playas y búnkers alemanes desperdigados entre las rocas. En la calle Émile Zola se encuentra una de las entradas al Abri Sadi Carnot, un refugio subterráneo con una historia trágica ocurrida durante la Segunda Guerra Mundial. En los impresionantes pasadizos reina un silencio frío. Pude ver una gran puerta de acero que cerraba el espacio como una bóveda impenetrable.

Días después, visité el Colegio de Keranroux, al norte de la ciudad. A diez metros de profundidad, bajo las instalaciones de la escuela, se encontró un blockhaus: un refugio con dos habitaciones mínimas entre la oscuridad. En una de ellas hay una pequeña estufa y las corroídas tuberías para el oxígeno. Dos pinturas sobre un muro se desvanecen por la humedad. Como si fueran ventanas, los paisajes de un bosque con casas y molinos de viento, me hacen pensar en la triste nostalgia de los soldados alemanes que habitaron el sitio. Quince camas adosadas a los muros en un lugar tan reducido hablan del hacinamiento y de una dura existencia, terriblemente real. Sobre la entrada, una frase: 5 Minuten vor der Zeit ist des Soldaten, Pünktlichkeit!; a un lado, el dibujo de un soldado en marcha. Había un aire negro de encierro, salí de ahí con prisa hacia las escaleras. El pasado de la ciudad irradiaba del subsuelo a cada paso.



6 de octubre de 2010

L’homme de la presse





En Brest me sentí en el centro de un extraño reportaje. Llegué por la tarde a la ciudad, desde Quimper. El tren avanzaba entre demoledoras maquinarias de un lugar fortificado donde una enorme infraestructura portuaria delineaba el paisaje hacia el mar. Los sonidos de las grandes embarcaciones de la Marina Francesa fueron el aviso de una ciudad que se impone en todo momento como una gran reconstrucción: las grúas lejanas del puerto emiten arduas señales, la construcción de un tranvía recorre el centro de la ciudad, enmarcada por sus enormes puentes y murallas. Habían historias por contar.

Al llegar a Brest, pensé que los colores demoraban en aparecer. Caí vencido por una grave lentitud. Me veía suspendido de un inmenso brazo metálico, entre graznidos de gaviotas, intentando retratar un sitio singularmente extraño. Los días transcurrían de frente a los vientos, cada vez más fríos. Caminé, me detuve, regresaba al mismo sitio del que había partido. Encontré distintas ciudades en Brest, ciudades de multifamiliares y edificios a punto de ser demolidos, ciudades de refugios subterráneos y obras públicas por doquier. En el ambiente flota una prisa íntima por recobrar una ciudad devastada por la guerra. El reportaje inició cuando comencé a resistirme a la velocidad de las cosas…






4 de octubre de 2010

luces cruzadas




Sacrificios, Veracruz, Progreso, Guaymas...
Investigando sobre faros en Bretaña llego a estas postales mexicanas...Saludos!!!!!

La pluie horizontale





Entré al Hotel Beausejour por un vestíbulo deshabitado. Caminé como si penetrara al interior de un desgastado vitral, entre piedras, maderas carcomidas y cristales azules. La lluvia entraba por los ventanales, que habían desaparecido. El hotel se encontraba en pleno centro del pueblo, donde todo parecía haberse disipado de igual forma. Al menos, esa fue mi impresión en aquel momento. Por los agujeros, donde alguna vez hubo ventanas, no podía verse nada más que las persianas de madera, algunas rotas o descolgadas. Una delicada cortina se balanceaba intacta en una de las esquinas de la habitación, donde el papel tapiz se había desprendido por la humedad. Trozos de muebles, al borde del barandal, eran bañados suavemente por una lluvia que flotaba sobre el viento y cambiaba de dirección constantemente.

Alcé mi maletín y lo coloqué sobre la duela. Parte de las tablas permanecía aún en la entrada de la recepción, parecían haber sido arañadas y consumidas por múltiples mordiscos. Tal vez habrían sido los gatos o las zorros, pensé; pero no había rastro alguno de aquellos animales por el lugar. Un panal de abejas, como un nido vibrante, zumbaba en el primer nivel. Una sección del techo se había desplomado y la escalinata estaba desparramada por el suelo. Desde donde me encontraba no alcanzaba a ver las habitaciones. Comenzó a soplar un viento frío.

Frente al hotel observé el espacio vacío de la glorieta del pueblo. Aún podían verse las marcas sobre el pavimento. Pensé que los autos que llegaran al sitio correrían el riesgo de quedar girando en círculos tratando de encontrar alguna dirección de la glorieta. Pero, como era de esperarse en esos días, ningún vehículo pasó por ahí. Me encontraba completamente solo, mirando desde el balcón del hotel hacia el otro extremo del río. Un velero se deslizaba sobre las mareas difuminándose entre la niebla. El final de la tarde trajo un viento aún más helado que entró por la zona de la cafetería. Me ajusté la chamarra sobre el pecho y tomé asiento sobre el maletín, que era pequeño pero confortable, así que no hubo problema. Pronto se esfumaría la tarde y debía mantenerme alerta para no perder oportunidad.

En ese preciso instante, un hombre calvo y entrado en años pasó corriendo frente al promenade de Penforn. Avanzaba por la ribera del río y resbalaba de vez en cuando. Llevaba un maletín sobre la espalda y se contraía por momentos para protegerse del frío. Me pareció verlo perder el equilibrio en varias ocasiones: unas veces parecía clavar sus piernas entre las rocas, alzando los brazos, hasta que lograba continuar su carrera; otras veces se inclinaba de manera drástica hacia abajo, balanceándose con el maletín a cuestas. Daba un poco de pena verlo en esa situación pero, al mismo tiempo, era alegre y gracioso. Pronto lo perdí de vista. La tarde se perdía entre grises ventiscas y sólo pude distinguir su delgada silueta alejándose apresuradamente bajo una lluvia perfectamente horizontal.




29 de septiembre de 2010

Landévennec





Tomé el autobús que decía Camaret-sur-Mer. Después de atravesar un puente, el chofer me avisó que debía bajar, se detuvo en Argol. Ahí, el dueño del pequeño bar fue el encargado de llevarme a mi destino. Subimos al auto, tomó un angosto camino y descendió hasta las orillas del río Aulne para dejarme en mitad de una luminosa villa, de pie en la soledad más absoluta.

La pequeña Landévennec me recibió como un pueblo fantasma. Era ya tarde cuando llegué y encontré todo cerrado, ni un alma, un solo hotel sin respuesta; comenzaba a prepararme para dormir a la intemperie. Una persona caminaba por la orilla del río, me acerqué para pedir información. ¡Me dijo que fuera al monasterio! En el centro del pueblo encontré las ruinas de un extraño hotel, sobre la entrada decía: Hotel Beausejour, Bar-Restaurant. Tuve la impresión de estar frente a una construcción que iniciaba sobre sus propios vestigios. Había una crepería que solamente abría los domingos. Las gaviotas pasaban muy cerca y el río estaba tan inmóvil como un espejo. Unos pescadores me indicaron que detrás de la Mairie, la oficina del Ayuntamiento, habría un sitio para pasar la noche. Ahí conocí a Nicolás, un viajero de Bruselas que recorría a pie La Presqu’île de Crozon.

El monasterio de Landévennec es impresionante, su historia tiene 1,500 años. Aun existen las ruinas de la antigua Abbaye Saint Guénolé, que está detrás de la fundación del lugar. La nueva abadía se levanta a unos cuantos metros. Cerca de ahí, remontando el río en dirección contraria a la rada de Brest, encontré un cementerio de barcos que en otros años fue una estación naval.

El lugar y su energía hicieron del tiempo algo nuevo para mí, una idea distinta, con una nueva velocidad; en esos contrastes encontré mínimas coincidencias. Parecía encontrarme en un lugar donde las ruinas tenían otro significado, no eran tristezas, habían florecido: los buques fondeados, el Hotel Beausejour, la abadía del siglo V. Avancé bajo un amanecer lluvioso y frío por la orilla del Aulne con la sensación de que el tiempo es lo único que tengo. La memoria del pasado y la idea del futuro seguirían ahí, pero el presente es lo que puede tocarme y cambiar la dirección de las cosas. Caminando entre las rocas inmóviles, me mantuve concentrado en ellas para no tropezar. No sé cuánto tiempo pasó. En un instante levanté la mirada y el movimiento casi imperceptible de los árboles me asustó como un rayo. En medio de un silencio mutuo, después de la lluvia, las campanas de la abadía me despertaron…


24 de septiembre de 2010

Bosques, islas y tierra de sal


Fougères



No alcanzo a ver lo que vendrá. El tiempo se evapora a contracorriente y lo único que tengo es la seguridad de continuar. El bosque de Fougères, en el valle del Nançon, se pierde entre neblinas cristalinas. ¡Cómo llueve en Bretaña! Mientras avanzo por el sendero, me llega el recuerdo de haber visto antes estos paisajes, en las imágenes de mi niñez, tal vez, en el déjà vu de las ilustraciones de aventuras o en los fotomurales de los años setentas, que se vendían en los almacenes para otorgar paisajes de ensueño a las casas mexicanas.

En estos bosques, los canales de agua resuenan entre los árboles, las granjas lejanas invitan a detenerse; hay una especie de silencio que habla de otros tiempos. No alcanzo a ver hacia dónde me dirijo. Muchos destinos llegan, se mueven y quiebran todos los planes. Esta Bretaña del interior, de bosques y valles, se instala en mí como una memoria.




Loire-Atlantique




Llegué a la Gare Maritime de Fromentine en una hora de absoluto vacío. El autobús de pronto se detuvo y bajé con mi mochila; enseguida partió dejándome de pie en mitad de una explanada frente al mar. El próximo Ferry hacia Île d’Yeu saldrá en dos horas. Hace un sol que quema. Sólo sé que Isabelle me esperará en la isla. Nada más...

El trayecto hacia Île d’Yeu es magnífico, el viento frío del océano sopla con fuerza. Isabelle llegó por mí al puerto en su pequeño auto, compramos despensa y me llevó al departamento donde me quedaría: El Casino, un espacio con auditorio, teatro y un alojamiento fantástico. Fuimos a un pequeño bar, tomamos cerveza y platicamos. Al día siguiente, salí en bicicleta hacia la costa sur de la isla; pasé un día completo entre bahías rocosas, acantilados y mareas salvajes. Me llamó la atención el color blanco del pueblo, los bares de madera a la orilla del puerto, los faros en las esquinas de la isla. Me quedé un par de días en la isla antes de partir de regreso, hacia la medieval villa de Guérande.


Pasando en tren por St-Nazaire y Pornichet llegué a La Baule-Escoublac, donde una gran bahía de arena y aguas tranquilas se abre impresionante bajo un cielo tornasolado. Al día siguiente, tomé un autobús por 15 minutos hacia Guérande, que fue un descubrimiento lento, a pie, en mitad de un día luminoso. Caminé kilómetros por un sendero hacia la costa, donde se encuentra la Terre de Sel. Guérande es reconocido por la fabricación de una sal particular. Recorrí sin rumbo la inmensa extensión de las salinas, entre paisajes abstractos de extraños tonos de color, en un área de dos mil hectáreas junto al mar. Recordé el color rojo que buscaba Robert Smithson en los lagos salados de América. Caminaba sobre la tierra con la extraña sensación de andar sobre un enorme fragmento de piel seca, como sobre un lagarto dormido. En Guérande, las líneas de los canales y saladares son inundados por el océano; el horizonte multicolor de las salinas se posa sobre un escenario casi inter-planetario, una galaxia terrestre donde reina un silencio minimalista. Estos paisajes, creados casi por el vacío y la evaporación del agua, reflejan el trabajo de los salineros de Guérande, que dibujan como Klee hubiera deseado hacerlo.





11 de septiembre de 2010

Pierres-Plates et Saint-Goustan





Voyager, c'est bien util, ça fait travailler l'imagination.Tout le rest n'est que déceptions et fatigues

Louis-Ferdinand Céline

Voyage au bout de la nuit